La primera impresión de Edimburgo es abrumadora, al menos lo fue para mí. Fue meter primero el pie derecho y luego el pie izquierdo a un libro gigante y entrar en él, en la atmósfera de Walter Scott o Robert Louis Stevenson. El aire que parece tener prisa y la lluvia buscando la atención constante, generan una atmósfera que acompaña a ese color sepia de sus edificios, a esa haar envolvente. Pero también, los coches antiguos de color negro usados como taxis, la gente con un cierto aspecto de formalidad, las añejas cabinas de teléfono rojas, los detalles en azul o verde de sus edificios y las flores de las jardineras, dotan de chispas de color a la Edimburgo que, entre altura y profundidad, parece rodearse de misterio.
La capital escocesa es tierra de ilustrados y escritores que han demostrado su fidelidad y fascinación por la ciudad, basta con dar un paseo por las calles para descubrir su lado más literario y artístico. Se respira patriotismo. Al pie de la colina, desde el barrio Broughton & Calton se pueden mirar sus monumentos; ya en su calle más famosa, Princes Street, sientes la velocidad de gran ciudad: el tranvía, las tiendas, los turistas, la cultura urbana, la gente que entra y sale de trabajar. Su encanto más característico es el casco histórico con su laberinto de callejuelas medievales. Adoquines que oscurecen los caminos y que te invitan, bajo ese aire de misterio, a descubrirlos, caminarlos y terminar en una taberna, tomar un wiski; salir y volver a perderte entre los callejones; un círculo vicioso de revelaciones bajo una atmósfera un tanto amarillenta.
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